A lo largo de los ya casi noventa días transcurridos desde que Nayib Bukele asumió la Presidencia de la República, se ha podido observar un enorme movimiento de personal en las distintas instituciones del Estado.
Como era de esperarse, este movimiento ha afectado a los puestos de confianza —a más de los estrictamente necesarios, cabe decir—. Un relevo que es comprensible dado que se trata de puestos de dirección política que deben estar ocupados por personas que apoyen la visión del gobernante y gocen de su confianza. Sin embargo, el movimiento de funcionarios se ha extendido a otros grupos; unos por su cercanía al FMLN o porque son familiares de dirigentes efemelenistas, y otros porque simplemente no son del agrado de las nuevas autoridades. El caso más llamativo y trágico está relacionado con la eliminación de las tres secretarías de la Presidencia, lo que se tradujo en el despido de cerca de 600 funcionarios, muchos con buena formación y larga experiencia en la administración pública. Al eliminarse las secretarías, ellos deberían haber sido reubicados en otros puestos. Este tema todavía no ha sido resuelto y será un punto de conflicto en los próximos meses.
Ahora bien, todos estos despidos, unos justificados y otros cuestionables, no están suponiendo la disminución de la planta de funcionarios. Hay constancia de que nuevas personas están llegando a las instituciones a llenar las plazas vacantes y que incluso se han creado puestos para asignarlos a gente que goza de la confianza de los recién llegados. Es llamativo y hasta escandaloso que en un país tan pequeño como El Salvador, con un aparato estatal de dimensiones relativamente pequeñas, se requiera cerca de 3 mil personas para ocupar igual cantidad de puestos de confianza cada vez que hay cambio de Gobierno. Pero llama aún más la atención que además se despida y contrate a otra gran multitud por razones inexplicables o insostenibles, desde asesores, asistentes y secretarias hasta choferes. Este modo de operar supone un fuerte golpe a la función pública, que de ese modo pierde cada cinco años una buena parte del conocimiento acumulado por los empleados públicos y trunca la carrera profesional de gran parte de ellos. Así se genera un ciclo perverso que impide la profesionalización y eficiencia de la función pública.
Para evitar esto, garantizar la adecuada selección de los funcionarios y asegurar su permanencia, desde hace años se viene trabajando por la aprobación de una nueva ley de la función pública o del servicio civil, como algunos prefieren llamarla. Al esfuerzo se ha dedicado una buena cantidad de recursos nacionales y de la cooperación internacional, sin que hasta el momento haya contado con el apoyo de la mayoría de partidos políticos ni de los sindicatos de las instituciones estatales. Cada vez que la Asamblea Legislativa ha dado muestras de querer abordar la discusión, los sindicatos han mostrado su disconformidad con una ley que regule el acceso, selección, permanencia y ascenso de los trabajadores estatales, así como la creación de plazas y la asignación de los correspondientes salarios. La oposición a regular y modernizar el sector público muestra el poco compromiso sindical con dar un servicio estatal eficiente y de calidad a la población.
El rechazo de los sindicatos a la ley obedece a la defensa de sus propios intereses, al afán de conservar puestos de trabajo obtenidos por amiguismo, simpatías partidarias o pago de favores políticos, sin contar con la preparación requerida. Hay que decir que esa postura no es compartida por la mayoría de funcionarios, muchos de ellos profesionales que hacen su mejor esfuerzo al servicio del Estado y la ciudadanía. Por otro lado, son muchas las organizaciones de la sociedad civil que demandan la aprobación de una ley de la función pública que ponga fin a tanto desorden y garantice empleados públicos profesionalizados y con evidente vocación de servicio. No contar con esta ley está permitiendo, de nuevo, realizar contrataciones al gusto de las autoridades, no en base a las competencias necesarias para cada puesto. Una nueva ley de la función pública le permitirá al Estado ofrecer servicios de calidad, disminuir la corrupción y sentar las bases para un mayor desarrollo humano, económico y social. Oponerse a ella es estar en contra del bienestar de la población.
Por: Prensa Izcanal / Editorial UCA.