En El Salvador se ha abierto el debate sobre el salario mínimo. Un salario que fue vergonzoso y humillante hasta el último incremento, durante el Gobierno de Sánchez Cerén. Hasta entonces, había salarios mínimos de una indecencia absoluta, como los 109 dólares mensuales para ciertos trabajos ocasionales o de temporada.
Que se subiera el salario mínimo urbano a 300 dólares mensuales y a 250 el del campo despertó protestas en algunos sectores del capital, que mostraron una vez más la desvergüenza de algunos empresarios, más dispuestos a explotar al trabajador que a retribuirle con decencia por sus esfuerzos y sudores. Sin embargo, aún no se puede decir que el salario mínimo sea decente, pues no es decente la cantidad que se paga ni que sea distinto para el ámbito rural y el urbano. Un paso hacia el salario decente sería subirlo, tanto para el campo como para la ciudad, a 400 dólares mensuales.
La Constitución dice textualmente que el salario mínimo “deberá ser suficiente para satisfacer las necesidades normales del hogar y del trabajador en el orden material, moral y cultural”. Generalmente, se ha utilizado el costo de la canasta básica para establecer los índices de pobreza. Y la canasta básica ha estado en los últimos meses ligeramente por encima de los 200 dólares. El Estado ha calculado que si el ingreso de un hogar de cuatro personas es inferior al doble del costo de la canasta alimenticia (es decir, inferior a 400 dólares), el grupo familiar está en pobreza. En ese sentido, la Constitución, al ordenar que el salario mínimo esté de acuerdo con las necesidades del hogar, nos señala que debería estar hoy por encima de los 400 dólares.
Esto debe entenderlo el Gobierno, y también los sindicatos. En determinados momentos, algunos de ellos han estado de acuerdo con salarios inconstitucionales y han solicitado aumentos salariales insuficientes, traicionando así los intereses de los trabajadores. Y sobre todo debe entenderlo la empresa privada y sus gremiales, en las que abundan personas que tienen como objetivo maximizar ganancias y minimizar gastos. Los empresarios exigen seguridad jurídica para sus inversiones, pero no se dan cuenta de que un salario mínimo que no cubre los gastos del hogar no solo es contrario a la Constitución, sino que deja al trabajador en inseguridad física y viola sus derechos.
Nuestro sistema económico, social y laboral no tiene a la persona en el centro ni garantiza un trabajo que pueda insertarse en lo que la Constitución denomina justicia social. El salario mínimo actual no contribuye al desarrollo integral del trabajador y su hogar. Para los ricos y poderosos es fácil hablar del salario mínimo y aspirar a que sea lo más mínimo posible. Nunca discuten la posibilidad de que en un país pobre como el nuestro se estipule un tope salarial (salario máximo) o se suba el impuesto sobre la renta a quienes ganan más de diez salarios mínimos. El Estado debería dar el primer paso y fijar para sus altos cargos dicho tope, establecido en relación al salario mínimo. Y ciertamente, el impuesto sobre la renta debería ser mucho más alto para aquellos que ganan un salario diez, veinte o más de treinta veces superior al mínimo.
Frente a la dinámica del capital que prioriza la acumulación de riqueza como motor de la historia y del desarrollo, Ignacio Ellacuría propuso una nueva civilización; una en la que el trabajo sea un factor de autorrealización personal, brinde una remuneración adecuada para la satisfacción de las necesidades y genere desarrollo social. Por su parte, Juan Pablo II insistía en sus encíclicas sociales en la prioridad del trabajo sobre el capital. El pensamiento de la Iglesia es claro: la propiedad, que se adquiere siempre a través del esfuerzo propio o ajeno, debe servir al trabajo. Por supuesto, no debe explotarlo ni reducir su pago a límites de subsistencia. La infravaloración del trabajo humano es un acto de violencia que conduce siempre a la violencia. Si algo necesita El Salvador es valorar el trabajo, formalizar a la enorme legión de trabajadores informales, incluidas las mujeres que dedican buena parte de su tiempo al trabajo reproductivo, y abandonar de una vez por todas la tendencia a regatear el salario de los pobres.
Por: Prensa Izcanal / UCA Editorial.