El coro entonaba suavemente los acordes de la Misa Campesina Nicaragüense: “Yo te ofrezco, Señor, en esta misa, el trajín de cada día, toda la energía que da mi sudor…” Y en medio de aquel canto humilde y profundo, don Mariano González, de 80 años, avanzaba lentamente hacia el altar. En sus manos temblorosas llevaba una fotografía: el rostro joven de Reina Margarita Gómez, su esposa, asesinada el 30 de octubre de 1982 por la Fuerza Armada de El Salvador.
Esa tarde del 30 de octubre de 2025, en la misa celebrada por el padre Alcides Herrera, en San Francisco Angulo, no se rezaba solo por Reina. Se rezaba por las 36 masacres que marcaron con sangre el distrito de Tecoluca, una región que todavía guarda silencio bajo la tierra, entre los árboles y las piedras donde el dolor se convirtió en raíz.

“Nosotros nos fuimos al monte…”
Mariano recuerda con la mirada perdida en el altar aquella noche que cambió su vida para siempre. “Nosotros los hombres nos fuimos al monte, porque nos avisaron que el ejército andaba buscándonos. Pensamos que ellas, las mujeres y los niños, no corrían peligro. Pero estábamos equivocados”, dice con la voz apagada, como si cada palabra pesara una tonelada.

Cuando los soldados llegaron al caserío Lomas de Angulo y no encontraron a los hombres, descargaron su furia sobre quienes habían quedado en casa: niñas, mujeres y ancianas.
El listado de víctimas es una herida abierta, un espejo del horror:
Ángela Arévalo, 11 años
Roberto Comayagua, 8 años
Juana Leiva, 3 años
Vladimir Comayagua, 2 meses
Flor Comayagua, 5 años
Rosa Leiva, 5 años
Margarita Mijango, 11 años
Carlos Omar Gómez, 2 años
Gerardo Aparicio Gómez, 3 meses
Eliza Beatriz Gómez, 7 años
Enma del Carmen Gómez, 11 años
Reina Margarita Gómez, 27 años
Concepción Leiva, 26 años
Emelina Chávez, 17 años
Paula Arévalo, 40 años
María Arévalo, 60 años
Felipa Arias, 90 años
Gerardo Enrique Montano, 18 años
Cada nombre fue leído en voz alta durante la misa, acompañado por el tañido lento de una campana. En el aire se mezclaban lágrimas, silencio y olor a incienso.
El peso de la impunidad

Más de cuatro décadas después, el Estado salvadoreño no ha querido hacer justicia. Los archivos siguen cerrados, las causas judiciales estancadas y los responsables protegidos por el olvido institucional.
Pero la memoria no se entierra. En las comunidades del Bajo Lempa, en Tecoluca y sus alrededores, la gente sigue reuniéndose, encendiendo velas, repitiendo los nombres, resistiendo al silencio.
Mientras tanto, el discurso oficial del actual gobierno intenta borrar esa historia, llamando a la guerra “una farsa”. Con esa narrativa, se pretende convertir la memoria en caricatura: se dice que los campesinos fueron “engañados”, que no sabían por qué luchaban.
Sin embargo, quienes vivieron esa época lo tienen claro: no fue una farsa, fue una dictadura que atacaba con fusiles. Fue una oligarquía que se aferró al poder, que usó al ejército para aplastar a su propio pueblo, a los campesinos, a los indígenas, a los jóvenes que soñaban con un país más justo.
El altar como trinchera
La misa en San Francisco Angulo fue también una forma de resistencia. Los cánticos, las flores, las fotos de las víctimas, los testimonios… todo formaba parte de un rito para mantener viva la verdad.
“Nos quieren borrar la historia, pero no pueden borrar el dolor”, dijo una mujer del comité de memoria. “Si no recordamos, ellos ganan otra vez.”
Don Mariano, al terminar la eucaristía, volvió a su asiento y colocó la fotografía de su esposa sobre el banco. El rostro de Reina parecía mirar hacia adelante, hacia el futuro, como si aún esperara justicia.
“Yo sigo viniendo cada año —dice él— porque ella no puede venir. Pero su nombre no lo van a borrar. No mientras yo viva.”
En ese gesto sencillo, una misa campesina, una foto sobre el altar, una voz que no se cansa de contar, se sostiene la dignidad de un pueblo que se niega a olvidar.
Pasado el tiempo, quienes siguen pagando las consecuencias son las comunidades que sobreviven entre el silencio y el olvido. Las familias recuerdan a sus muertos mientras observan cómo los antiguos escenarios de horror han sido transformados en símbolos de castigo y control. “Aquí cerca hay tres cárceles llenas, pero los verdaderos culpables siguen libres”, lamentó una mujer durante la conmemoración. Su voz, quebrada por los años y la impunidad, resume la herida abierta que todavía duele en Tecoluca: la justicia nunca llegó, y la memoria se mantiene como el único refugio de dignidad frente al olvido impuesto.
Redacción Izcanal.