En la administración pública y especialmente en un sistema tan vital como el de la salud, la justicia no debería medir los cargos, sino los hechos. Sin embargo, los acontecimientos recientes en la red hospitalaria de El Salvador, específicamente los contrastes observados entre el Hospital de Nueva Guadalupe y el Hospital de Santiago de María, revelan una peligrosa patología institucional: la aplicación de un doble rasero que castiga con furia al eslabón más débil y protege con silencio al poder político.
Nos encontramos ante dos caras de una misma moneda que no tiene valor de cambio ético. Por un lado, presenciamos la destitución fulminante y mediática de una doctora acusada de supuesto maltrato. Si bien la calidad y calidez en la atención son innegociables, la respuesta del Ministerio de Salud fue inmediata, casi performativa, diseñada para saciar la indignación momentánea de las redes sociales. Se sancionó al individuo (la doctora) pero se ignoró el contexto: un sistema colapsado, sin insumos, con personal agotado y bajo una coacción estructural y política que convierte a los hospitales en ollas de presión.
Por otro lado, el silencio es ensordecedor. Mientras se despedía a la doctora, reportes y denuncias señalaban al director de un hospital nacional —encargado de velar por que existan esos insumos— priorizando, presuntamente, el proselitismo político sobre su deber administrativo. La falta de insulina y el deterioro de los servicios son faltas graves que atentan contra la vida de cientos de pacientes, una violencia mucho más sistémica y letal que un mal gesto en una consulta. Sin embargo, para la jefatura administrativa, no hubo despido, ni escarnio público, ni comunicados de «cero tolerancia».
Este contraste no es casualidad; es un síntoma. Estamos ante un sistema que utiliza al personal asistencial —mayoritariamente mujeres, enfermeras y doctoras de primera línea— como válvulas de escape y «chivos expiatorios» ante el malestar ciudadano. Al despedir a la doctora, el sistema dice: «el problema es ella». Al proteger al director, el sistema susurra: «la lealtad política vale más que la competencia técnica».
Este sesgo de género y de jerarquía es alarmante. Se aplica la «mano dura» hacia abajo, perpetuando una discriminación vertical, mientras se garantiza la impunidad hacia arriba. Se castiga el síntoma (el estrés del médico) pero se premia a quien causa la enfermedad (el desabastecimiento y la mala gestión).
El periodismo y la ciudadanía deben exigir más que «despidos ejemplarizantes» que sirven de cortina de humo. La verdadera justicia administrativa no consiste en sacrificar peones para salvar al rey, sino en garantizar que la ley y las consecuencias se apliquen con el mismo rigor al que receta una medicina que al que debe asegurar que esa medicina exista en la farmacia. Mientras los criterios de sanción dependan de la cercanía al poder y no de la gravedad de la falta, el discurso de «humanización de la salud» seguirá siendo, lamentablemente, letra muerta.
Por: Eduardo Soriano.