Crónica de una purga silenciosa en los pasillos de salud
San Salvador dormía bajo el manto intermitente de las luces navideñas. En las calles, el aire ya traía ese olor inconfundible a pólvora y a vísperas de celebración. Faltaban apenas dos días para la Nochebuena y El Salvador, se preparaba para la pausa festiva. Pero en los pasillos estériles de la red pública hospitalaria, no hubo paz, ni tregua, ni aguinaldo. Hubo, en cambio, una sentencia dictada al amparo de la oscuridad.
Todo comenzó en la transición del lunes al martes 22 de diciembre. Mientras la mayoría de salvadoreños descansaba, en las Unidades de Cuidados Intensivos, en los quirófanos y en las salas de emergencia del Hospital Nacional Rosales y del Hospital Central, la maquinaria burocrática del Ministerio de Salud se activó con una precisión quirúrgica, pero no para salvar vidas, sino para cortar carreras.
No hubo rumores de pasillo, ni correos previos, ni las habituales mesas de diálogo. Fue un golpe seco. A lo largo de la noche, teléfonos y buscas sonaron con una citación imperativa: presentarse en las instalaciones del Hospital Central. Médicos que acababan de estabilizar pacientes críticos, enfermeras con el cansancio de los turnos dobles en el rostro, técnicos y personal administrativo acudieron al llamado, muchos pensando en una reunión de emergencia sanitaria o en nuevas directrices de fin de año.
La realidad los golpeó con la primera luz del martes.
Alrededor de las seis de la mañana, cuando el sol apenas comenzaba a disipar la bruma, se formó una fila inusual. Batas blancas, uniformes azules y verdes, rostros conocidos de la medicina salvadoreña esperaban su turno. El ambiente, tenso y gélido, presagiaba lo peor.
La ejecución fue sistemática. Uno a uno, fueron llamados a entrar a una oficina improvisada como tribunal sumario. No hubo preámbulos, ni evaluaciones de desempeño, ni documentos legales sobre la mesa. El veredicto fue verbal, idéntico y mecánico, repetido como un mantra deshumanizante ante cientos de profesionales:
«Muchas gracias por sus años de servicio. Estamos suprimiendo su plaza. Pasen a Recursos Humanos».
Eso fue todo. Treinta segundos. Ese fue el tiempo que el sistema estimó necesario para liquidar trayectorias de diez, quince y hasta treinta años.
Un especialista con tres décadas de servicio salió de la habitación aturdido, sin un papel en la mano que confirmara su despido, solo con la orden verbal resonando en sus oídos. Había dedicado su vida al Hospital Rosales, atravesando pandemias, carencias y crisis; en medio minuto, se convirtió en una estadística más de lo que los sindicatos y colegios médicos ya han bautizado, con indignación y miedo, como «la mayor represión contra trabajadores sanitarios de la historia reciente».
Afuera, el sol del 22 de diciembre terminó de salir, iluminando a un grupo de profesionales que deambulaban incrédulos por el parqueo. No llevaban regalos ni canastas navideñas, sino la incertidumbre de un despido masivo sin justificación administrativa y sin derecho a réplica.
Mientras El Salvador despertaba listo para celebrar la Navidad, cientos de sus guardianes de la salud regresaban a casa en silencio, con las manos vacías y la dignidad herida, víctimas de una madrugada donde el bisturí administrativo cortó mucho más profundo que cualquier enfermedad.
Por: Ulises Soriano.