La aldea Quejá es un símbolo. De un sistema de reducción de desastres incapaz de cumplir sus obligaciones de ley ante el anuncio de un diluvio potencialmente mortal. Del recuerdo de las 58 personas que murieron soterradas al paso de la tormenta Eta. De un gobierno indolente que tardó siete meses en declararla inhabitable. De una Guatemala en la que decenas de familias se han visto obligadas a regresar a vivir a un lugar donde saben que les acecha la muerte.
Por: Elsa Coronado, Angélica Medinilla, José Pablo del Águila, Gladys Olmstead.
Gregorio Ti Cal era parte de una estampida comunitaria poco después del mediodía del 5 de noviembre de 2020. Huía en medio de aquel aturdimiento colectivo, bajo la lluvia, consciente de que a cada paso que daba se alejaba más y más del lugar donde estaban su esposa embarazada, sus hijos de dos y seis años, y su madre, que vivía en otra vivienda.
Hacía solo unos instantes, cuando regresaba a casa para el almuerzo, lo había sorprendido un estruendo. El mismo que poquito después de las 12:30 p.m. había estremecido a sus hijas de 14 y 11 años que, por casualidad, estaban fuera de la vivienda cuando, tras el trueno, alcanzaron a ver cómo el cerro se les venía encima.
Gregorio y sus dos hijas se salvaron de un alud de lodo rojizo, árboles y rocas que sepultó decenas de viviendas en Quejá, una aldea montañosa al norte de la ciudad de Guatemala. La esposa embarazada de Gregorio, sus dos hijos y su madre desaparecieron junto a otras 54 personas bajo toneladas de lodo y escombros.
Momentos después de la estampida, mientras Gregorio y un gentío vagaban desperdigados por los alrededores de Quejá, a 80 kilómetros al sur de la aldea, en la ciudad capital, el reloj del presidente Alejandro Giammattei tenía casi una hora de retraso respecto de la realidad de su país: esperó hasta la 1:18 p.m. para anunciar por los canales de gobierno que decretaría estado de calamidad en nueve departamentos de Guatemala. Con el tiempo, ese retraso de minutos en el reloj del gobierno, se agrandaría hasta llegar a meses.
Gregorio, sus hijas y la comunidad de Quejá eran ajenos al mensaje del presidente, pero no a su desconexión, a su distancia, a sus tiempos. En ese momento en que con uñas y con dientes intentaban simplemente sobrevivir a aquellas montañas de Alta Verapaz y encontrar refugio y auxilio, los habitantes de Quejá sufrían las consecuencias de un Estado no solo incompetente para prestar ayuda oportuna de emergencia, sino, sobre todo, de un Estado incapaz para interpretar todas las señales que se aparecieron en los cielos en los días previos al 5 de noviembre para advertir que, si no actuaba, habría mucha muerte. Y la hubo.
El Estado de Calamidad fue la reacción gubernamental ante los efectos del huracán Eta, que ese día entró a Guatemala con categoría de depresión tropical.
El diluvio de Quejá
El día de la estampida, los presagios de tragedia inminente ya cobraban proporciones bíblicas, casi macondianas: en Quejá se cumplían 25 días consecutivos de lluvia. 25 días. Casi un mes completo bajo una ducha gigantesca. Casi un mes completo que ya podía evocar los 40 días del diluvio universal que, según el Génesis, el buen Dios diseñó para castigar a los malos hombres. Casi un mes completo que solo se quedaba corto ante la creación de García Márquez, aquel Macondo donde “llovió cuatro años, once meses y dos días”.
Y, aunque hubo numerosas señales de tragedia inminente, la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), que es el brazo del Estado responsable de la prevención de calamidades como la de Quejá, nunca hizo su trabajo. Si no había cumplido sus obligaciones de ley durante los meses previos, no podía esperarse que respondiera adecuadamente llegado el 5 de noviembre.
A la hora del desastre, ninguna autoridad del gobierno pensaba en Quejá. Ni Giammattei, ni el gobernador, ni el alcalde ni los integrantes del Comité de Operaciones de Emergencias. Ninguna, a pesar de que hasta los organismos de vigilancia climática de Estados Unidos habían emitido advertencias y pronósticos muy precisos sobre lo que podría ocurrir en Guatemala. De nada sirvió que el país estuviera en alerta roja. Las lluvias en Quejá habían comenzado el 10 de octubre y poco a poco se fue construyendo el escenario para la tragedia. Una de las últimas señales la dio la misma montaña, que un día antes de sepultar Quejá había bloqueado la carretera de acceso con un derrumbe premonitor.
Al amanecer del 5 de noviembre, la aldea llevaba tres días sin servicio eléctrico, debido a los daños por las implacables lluvias. Eso aumentaba el aislamiento, pues difícilmente podían hacerse cosas tan sencillas como poner a cargar un celular.
Ese día, varios vecinos amanecieron preocupados porque habían leído en el cerro la amenaza de deslizamiento sobre algunas viviendas. Les pareció tan clara la amenaza que, por su propia cuenta, hicieron bajo la lluvia algunas evacuaciones preventivas.
Gregorio sabía que aquel aguacero extremo no era normal, pero tampoco se atravesó por su mente la idea de que los suyos estuvieran en peligro. En cambio, creía que había amenaza más clara en otros puntos del caserío, y por eso, salió de su casa a media mañana para ir a apoyar a los familiares de su esposa, que avisaron de un posible derrumbe que amenazaba con aplastar sus viviendas.
Otros vecinos se unieron para trasladar a los afectados y sus pertenencias al Salón de Convergencia, un espacio comunal que acababa de ser habilitado como albergue.
El 2 de noviembre, el día en que la aldea se quedó sin servicio eléctrico, el nivel de peligro aumentó. Dos agencias estadounidenses, el Centro Nacional de Huracanes de Miami (CNH) y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) hablaban de la posibilidad de “daños catastróficos” en Centroamérica. Los cálculos indicaban que se preveían precipitaciones monumentales: lo mínimo esperable eran 10 pulgadas (250 milímetros). Sin embargo, los máximos esperados para algunos puntos en Nicaragua, Honduras y Guatemala, parecían haber sido calculados por García Márquez: se preveía precipitaciones de hasta 35 pulgadas. 876 milímetros en un puñado de días. La mitad de toda la lluvia que en promedio recibe Guatemala durante un año, según los registros del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh).
Nadie sabe cuánta lluvia cayó en Quejá, porque el Insivumeh no tenía estación meteorológica alguna ni ahí ni en todo el municipio de San Cristóbal Verapaz. Sí se sabe lo que llovió en la cercana Cobán, cabecera departamental, 30 kilómetros al este de la aldea. Entre el 2 y el 8 de noviembre, Cobán recibió unos históricos 534.8 milímetros de lluvia, y solo el día 5 cayeron 173 milímetros, a una nada de los 180 milímetros que en promedio llueven en el lugar durante todo noviembre, de acuerdo con los datos de los últimos 30 años.
Felipe Cal Lem, concejal de la municipalidad, vio cómo la ruta 7W, que da acceso a Quejá y a otras 215 comunidades en el área, se transformó poco a poco en una masa pegajosa que terminó impidiendo el paso no solo de automotores, sino también de personas.
Las señales se fueron acumulando poco a poco, y no todas habían surgido esos días. Había algunas que venían a hablar con elocuencia desde un pasado de años. En 2009, un cerro en la ruta 7W cercano a Quejá colapsó en un punto conocido como Los Chorros y mató a 29 personas. Las señales se multiplicaban y muchos previeron las consecuencias. Salvo la Conred.
En Quejá nadie recuerda que haya llovido tanto en tan poco tiempo, pero el Centro Nacional de Huracanes (CNH) de Miami ya había advertido que la saturación de suelos a causa de las tormentas tropicales era una amenaza, especialmente en zonas con pendientes elevadas. El CNH daba las alertas y la NOAA las replicaba en sus redes sociales. El 31 de octubre difundieron la alta probabilidad de que las lluvias abundantes durante varios días provocarían “inundaciones repentinas y deslizamientos de tierra en terrenos altos”.
Quejá era un cerro habitado. El centro del pueblo, donde vivían Gregorio y sus parientes, lo constituía casi medio centenar de casas y estaba en una de las laderas más inclinadas. Ese 5 de noviembre, la motocicleta Pulsar azul que le encantaba manejar estaba estacionada porque la calle de terracería de Quejá estaba intransitable. La niebla era densa y llovía. Una combinación que hacía más riesgoso usar ese vehículo. Por eso Gregorio no salió a trabajar, pero a media mañana sí salió a auxiliar a los vecinos que estaban en aprietos porque sentían que la montaña les aplastaba las casas en cualquier momento.
Una vez trasladadas las familias vecinas al albergue improvisado, Gregorio decidió volver a casa. Tenía hambre y estaba empapado. Eran poco más de las 12:30 horas y caminaba bajo la lluvia hacia donde le esperaban su esposa y su familia. Estaba por llegar. No recuerda qué pasaba por su mente cuando escuchó el estallido. Sonó como una bomba. Lo siguiente que recuerda es que vio que la gente huía hacia él. Se sobresaltó y, de inmediato, distinguió entre la gente a sus hijas, que al verlo se le lanzaron para abrazarlo.
El reloj del presidente se retrasa siete meses
Gregorio quiso subir unos metros más para intentar rescatar a los suyos, pero ya no tenía sentido “Ya no se miraba nada de mi casa”. Transcurridos siete meses del deslave, su interpretación es que el Dios del diluvio tuvo una razón misteriosa para hacer lo que hizo. “Dios lo quiso así… solo él sabe por qué nos pasó”, dice, mientras lucha por mantener la firmeza en su voz.
Gregorio solo pudo recuperar el cuerpo de su madre. La comunidad solo pudo recuperar siete cuerpos. 51 personas aún yacen bajo toneladas de tierra y escombros.
La noticia del desastre comenzó a regarse por la zona. Para los habitantes de Saquixim, aldea ubicada en el mismo cerro a 10 kilómetros de Quejá, la noticia fue como una orden de evacuación: dejaron todo y se largaron. Pero, de alguna forma, la noticia viajó más rápido que la gente y, sin carretera, la única vía de salida para la gente de Quejá fue la montaña. Hubo quienes se extraviaron y pasaron la noche en el cerro. Otros, en su huida, quedaron atrapados entre ríos desbordados. Otros más, pudieron encontrar refugio en aldeas vecinas después de un recorrido de miedo. La mayoría eligió ir a la aldea Santa Elena, a cinco kilómetros de distancia, en una planicie que les generaba alguna sensación de seguridad.
El pueblo de Quejá anduvo errante durante horas y tuvo que batirse solo contra su destino. O contra su soledad. O contra la orfandad de Estado. Un Estado que no hizo su tarea.
Siete meses después de la tragedia, la comunidad de Quejá sigue sin tener algo que la ley que da vida a la Conred ordena que exista: la unidad menor en la cadena preventiva de desastres. A la Conred le corresponde asegurarse de que en cada aldea exista una coordinadora local para la reducción de desastres (Colred). Por encima de las colred se encuentran las coordinadoras municipales, en el siguiente nivel están las departamentales, y a nivel nacional reina la Conred.
En todo el país existen apenas 245 colred. En el municipio de San Cristóbal Verapaz no hay ninguna. Por lo tanto, los líderes y pobladores no estaban capacitados para identificar, reportar o tomar acciones en situaciones de peligro. Tampoco existía un mecanismo institucional que permitiera que aquella información útil que generaban el CNH y la NOAA fuera procesada adecuadamente para que bajara hasta quienes más necesitaban tenerla a la mano: los habitantes de las zonas más amenazadas por la tormenta Eta.
Pasaron los días y pasaron las semanas, y quienes lograron escapar del derrumbe fueron intentando poco a poco rehacer sus vidas. Pero esas personas que de un día para el otro lo habían perdido todo, tenían otro problema: ni siquiera sabían con qué podían contar para rehacerse, para intentar volver a la vida. Porque el gobierno del presidente Giammattei, de nuevo, evidenció una inmovilidad digna de Macondo: tuvieron que pasar siete meses desde el deslave para que la Conred tuviera que hacer una obviedad: la mañana del 7 de junio declaró lo que quedaba de la aldea como “zona de alto riesgo”. El dictamen de la Conred incluía una recomendación que también era una obviedad insultante para aquellas personas que estuvieron solas en el peor momento de su existencia: recomendó “el no asentamiento de personas en el área declarada de alto riesgo”.
La mayor parte de las familias sobrevivientes, después de la crisis, resolvieron dejar los albergues para trasladarse a unos cuartitos de madera y lámina que levantaron en Chepenal, una aldea a 15 minutos a pie de la anterior, en la que algunos poseen terrenos. Esta, dicen, es «la nueva Quejá».
Aunque la mayor parte de las 338 familias estaban resignadas a que no podrían volver a la aldea ni para trabajar sus cultivos, cuando la Conred hizo su declaratoria, 37 familias ya habían vuelto al lugar. Su razón no es la temeridad: carecen de recursos para instalarse en otra zona y empezar de cero.
La capacitación de la Conred llegó tarde
A German Cal Pop, de 35 años, se le fue el sueño a las 5:00 de la mañana del día trágico. Estaba oscuro, hacía frío, el diluvio llegaba a su día 25 y temía que algo malo sucediera. Saltó de la cama y al poner los pies en el piso, sintió cómo el agua fría le cubría por arriba de los tobillos. Las gotas de lluvia caían tan fuerte sobre el techo de lámina que German recuerda haber pensado que estaban lloviendo “granitos” de algo. En ese momento pensó que el agua que inundaba su casa se colaba por el techo.
“Vilma, despertate, mirá lo que pasó”, le dijo a su esposa, cuidándose de no alzar la voz para no despertar a sus hijos Brayan, de dos años, y Franklin, de seis. En Quejá no hay drenajes, así que German y Vilma pensaron en expulsar el agua hacia la calle, pero al abrir la puerta entendieron que estaban rodeados de ríos que se nutrían de la lluvia y de las correntadas que bajaban del cerro.
La tierra ya no absorbía, parecía tener una capa impermeable que propiciaba el anegamiento en la carretera, y de ahí una escorrentía caudalosa y violenta encontraba el camino para colarse a las casas.
German no tiene idea de cuánto llovió ese día o los 24 días anteriores. Ni siquiera lo sabe con precisión el Insivumeh, porque en todo el departamento de Alta Verapaz solo había dos estaciones meteorológicas, para cubrir 17 municipios con microclimas variados. Dos estaciones para 8,686 kilómetros cuadrados, y una de ellas estaba fuera de funcionamiento. German reflexiona sobre las posibilidades de que se evitara tanta muerte aquel día y lanza su imaginación al vuelo. “La tecnología ha evolucionado, si hubiéramos tenido la opción de tener un dron hubiéramos tenido el panorama de lo que iba a suceder”, comenta. El Insivumeh, bajo la dirección del informático de 35 años Yeison Samayoa, adjudicó en agosto de 2020 un presupuesto de casi nueve millones de quetzales (un poco más de 1.1 millones de dólares estadounidenses) para equipar la red meteorológica en los 340 municipios del país.
El Insivumeh contempló la posibilidad de instalar algún equipo de vigilancia meteorológica en San Cristóbal Verapaz, pero la propuesta fracasó: el Concejo Municipal le negó al Insivumeh el permiso de instalación, el Insivumeh aceptó el rechazo y ahí murió la idea.
Entrevistado seis meses después del deslave, en mayo de 2021, el alcalde Ovidio Choc Pop, asegura que no aceptaron porque variaron las condiciones del ofrecimiento.
ーNos pintaron de una forma y luego nos dijeron que ya no era con internet, sino que la municipalidad tenía que ingeniarse para poner el internet. Entonces, como dieron un poquito mal la información, se rechazó.
ー¿Ahora qué piensa de esa decisión?
ーNosotros seguimos trabajando y con las tormentas o lo que pueda venir, las estaciones meteorológicas no nos evitaría que pase. Nosotros tenemos un plan de mitigación, de reforestación, vamos a trabajar con los cocodes (consejos comunitarios de desarrollo).
ー¿No cree en la posibilidad de que la estación climática habría advertido del peligro por la saturación de los suelos?
ーQuizá sí, pero nuestros líderes comunitarios manejan el tema de que nadie los puede sacar de la comunidad. Que ahí nacieron y ahí se van a morir. Tengo grabaciones de eso.
German conocía a muchos de quienes murieron. Sus tíos, a los que imaginó que encontraría “gateando, pidiendo auxilio”, desaparecieron bajo el alud. Su vecino, un hombre de casi 60 años que en la mañana le dijo que tenía frío, murió porque decidió ir a visitar a su hija. También conocía a Óscar y Policarpio, que apoyaron la evacuación de las familias al Centro de Convergencia, y que fallecieron porque se apresuraron para regresar a sus casas. Si tan solo hubieran esperado un poco más, como hizo Gregorio Ti Cal, tal vez aún estarían vivos.
“Solo se fueron a entregar (a la muerte)”, dice German, sobre sus vecinos. Él se salvó porque todavía le faltaban tres metros para llegar al corredor por donde pasó la correntada cuando escuchó un estruendo que lo paralizó y que hoy todavía lo perturba.
Esa mañana, después de que el agua le cubrió los tobillos en su casa, decidió salir a ver qué sucedía en los alrededores. A las 12:30 p.m. -él no tenía manera de saberlo- iba a paralizarse a cinco pasos del alud y así iba a salvar su vida. Cuando pudo reaccionar vio que en lugar de casas y caminos frente a él solo quedaba el caos, y se devolvió a toda velocidad a su casa. Vilma, que estaba en la calle, asustada por el retumbo, dedujo lo que había ocurrido cuando su esposo le gritó “vámonos”. Vilma entró a la casa para cargar a Brayan, a quien cubrió con un plástico para protegerlo de la lluvia, y Franklin siguió caminando a su papá.
Ni German ni Vilma se distrajeron un segundo para volver a ver lo que dejaban. La de German era una casa que construyó antes del matrimonio con los ahorros de una vida de trabajo en la capital. Dinero en efectivo, porque le generaban más confianza sus propias paredes que un banco. Para el 5 de noviembre de 2020, la familia ya sobrevivía de los ingresos que le generaba una pequeña granja con una población de 96 “pollos de engorde”. Era el emprendimiento de German y Vilma y resolvía el sustento familiar.
A pesar de todas las razones para mantenerse en su vivienda, German y Vilma no dudaron y huyeron. A German le estrubaja el corazón que su papá, un anciano de 76 años, no quiso acompañarles. “Él tenía fe en que no iba a pasar nada”, recuerda German.
El padre de German casi hubiera dado la razón al alcalde Choc Pop sobre la obstinación de los pobladores de Quejá en permanecer en sus viviendas sin importar las dimensiones de las amenazas climáticas. Pero aunque fue renuente al inicio, en realidad no quería morir ahí y minutos más tarde también abandonó la casa con otro de sus hijos, y caminaron hacia la montaña.
Toda la aldea quedó vacía esa misma tarde, y todos arriesgaron su vida en el trayecto. La ley de la Conred era letra muerta. Sin una coordinadora local estructurada, no había plan de evacuación ni estaban identificados los puntos de reunión ni las áreas seguras para refugiarse.
El único intento por organizar a los líderes surgió de Manuel Xoná, el enfermero del Ministerio de Salud asignado al sector, que creó un grupo de Whatsapp para que los líderes de los cocodes de varias aldeas pudieran informar si tenían alguna emergencia.
El chat empezó a funcionar solo tres días antes de la tragedia, el 2 de noviembre, pero Alberto Ical, el presidente del cocode de Quejá, no se dio por enterado. Dice que nunca supo que lo habían agregado al grupo. En los dos años que sirvió en el cargo, nunca recibió ni le ofrecieron capacitación alguna para atender emergencias como las que podían surgir con la llegada del diluvio de Eta. “La Conred nos dio instrucción de cómo vamos a hacer con la gente… pero después del desastre, antes no”, asegura.
La noticia de lo que sucedió en Quejá se conoció porque uno de los pobladores, que todavía tenía carga en el teléfono y datos de internet, subió información a la página de Facebook “Aldea Quejá, San Cristóbal Verapaz”. Así fue como llegó la noticia a los Bomberos Voluntarios y personal de la municipalidad.
Manuel Xoná, los líderes de los cocodes y los maestros y maestras asignadas a Quejá, trataron de llamar a sus contactos en la aldea, para que alguien les confirmara lo del desastre. Alberto Ical, el presidente del cocode de Quejá, pudo confirmarlo solo horas después, cuando llegó en calidad de refugiado a la vecina aldea de Santa Elena.
German y su familia lograron llegar a Santa Elena a las 5:00 de la tarde, cuatro horas y media después de abandonar su vivienda. Vilma no puede hablar de lo que vivieron porque se desmorona al recordar la travesía. Llegó descalza a Santa Elena, porque las sandalias plásticas que llevaba se le quedaron enterradas en un lodazal. Llegaron empapados, sucios, ateridos de frío, y la gente de Santa Elena les arropó.
Después llegaron cientos. Casi todos tuvieron que encontrar el piso de una iglesia o el de una escuela como su lecho de descanso, y casi todos aguantaron hambre. Santa Elena no estaba preparada para recibir a tanta gente de Quejá, a quienes se sumaban pobladores de Saquixim, que al enterarse del derrumbe en la aldea vecina decidieron escapar mientras pudieran. Marcos Suc, presidente del cocode de Santa Elena, guarda el registro fotográfico de la marea de gente que llenó las calles de la comunidad.
Los líderes comunales anfitriones se organizaron para alimentar a las personas hasta donde pudieron, hasta que ellos mismos se quedaron sin casi nada para consumir. De repente, la escasez fue tal que se produjo un fenómeno inflacionario relámpago. “Un pañal llegó a costar tres quetzales”, recuerda German. El maíz también subió de precio porque la ruta de comercio con la cabecera municipal quedó bloqueada por el derrumbe en Los Chorros. Y atravesar el lugar para llevar mercadería era casi imposible.
German no pudo dormir esa primera noche que pasaron albergados. Pensaba en su papá y en sus demás parientes. No tenía batería en el celular y no había forma de saber cómo o en dónde estaban. Al amanecer, su esposa le preparó un envase con atol y lo despidió. German volvió a Quejá y se encontró con que su familia y otras personas estaban al otro lado de dos ríos.
De aquella experiencia, German conserva dos anécdotas. La primera, es la alegría de haber visto a su papá, a quien había dejado con un profundo pesar. La segunda es que el atol que Vilma le preparó sirvió para devolverle energía a una mujer embarazada que estaba a punto de desfallecer.
“Ya no da, se está despidiendo de sus hijos”, le dijeron. Nadie llevaba agua, así que el atol dulce sirvió para revivirla. Poco tiempo después aparecieron los rescatistas de Quiché. Me dijeron: “Gracias, joven, por lo que hiciste, toda esta gente se va para Chicamán”.
Los rescatistas también se llevaron a su papá, e insistían en que él también los acompañara, pero logró convencerlos de que tenía que volver con su familia a Santa Elena. Al regresar, advirtió que ya no había alimentos. Como pudo consiguió 15 libras de maíz que Vilma transformó en tortillas. Era la segunda noche como albergados, y cuando German se acercó al mercado, vio a un grupo de personas con niños que lloraban porque tenían hambre. Fue por las tortillas y las repartió. Una tortilla para cada persona. “Disculpen, muchá, pero no tengo más”, les dijo.
Desesperado, decidió que tenían que salir de ahí. No podían ir hacia la cabecera porque Los Chorros estaba bloqueado y la única opción que les quedaba era dirigirse hacia Chicamán, Quiché, a unos 45 minutos a pie.
El ejército ya había llegado a Quejá y apoyaba las labores de rescate de los sobrevivientes en la ruta. También habían creado un puente aéreo, pero en cada helicóptero cabía lo que se podía meter en la palangana de un picop. Una miseria para miles que esperaban ayuda.
Los primeros bomberos que pudieron cruzar desde San Cristóbal Verapaz, lo hicieron dos días después del derrumbe en Quejá, arriesgándose sobre una montaña de lodo y bajo el imponente cerro que se desmoronaba.
German sonríe cuando repasa lo insólito de su experiencia como albergado. Las primeras dotaciones de alimentos fueron granos básicos que no tenían forma de cocinar de inmediato. “Yo no busco culpables”, es lo primero que dice… “No estamos juzgando a nadie, pero faltó voluntad de apoyo”, reclama. “Hoy fecha estamos en colapso porque acá estamos (en la aldea Chepenal) temporalmente y no vemos apoyo del gobierno. Nos han prometido de todo, el presidente Giammattei nos visitó en Chicamán y dijo que nos iba a dar casa y todo, pero siete meses después, seguimos esperando”.
“Que nos pidan la ayuda, porque adivino no soy”
Después de que el presidente Giammattei anunciara el estado de calamidad para nueve departamentos de Guatemala, asumió la conducción del Centro de Operaciones de Emergencia Nacional y era la cabeza de todas las actividades de rescate y asistencia para un país con 16 de los 22 departamentos afectados por inundaciones, derrumbes, pérdidas de cosechas, daño en infraestructura, con decenas de personas fallecidas, desaparecidas, heridas. Casi 400 mil personas afectadas directamente.
Durante los días críticos, el presidente hizo lo que suelen hacer los gobernantes durante las tragedias: salir de gira, con el supuesto de atender la crisis y solidarizarse con las víctimas, y publicitarse.
En esa gira, a German le tocó un ofrecimiento de ayuda; al alcalde de San Pedro Carchá, Alta Verapaz, un desprecio, y al reportero de un medio de comunicación de Quiché, una dosis de las reacciones usuales de un presidente irritable. En una nota publicada el 13 de noviembre de 2020 por el periódico La Hora, un periodista pregunta a Giammattei sobre una aldea en Quiché que ha quedado aislada y donde la población está pasando hambre.
El presidente ha llegado en helicóptero a uno de los puntos en su gira. Cuando desciende, el reportero aprovecha para hacerle su pregunta. El diálogo dura solo 26 segundos. El periodista subraya que un caserío en Nebaj está incomunicado y pregunta al gobernante cómo hará la administración para trasladar alimentos a ese lugar. El presidente mira fijamente a su interlocutor: “Que nos la pidan, porque adivino no soy”, le responde, seco. Hace una brevísima pausa y luego señala sus dudas sobre la información que el periodista acaba de darle: “Si están incomunicados… tal vez no están tan incomunicados, porque lo sabe usted”.
Los ignorados salen del anonimato cada vez que ocurren desgracias. Quejá no era una zona identificada como peligrosa, porque ninguna autoridad pidió que se hicieran los estudios del territorio.
Y aunque hubieran existido, nadie asegura que habrían servido de algo. En 2009 la Conred emitió un informe que indicaba que Los Chorros era una zona peligrosa, pero en la actualidad sigue siendo transitada.
Ese año, la institución también dijo que cuatro comunidades cercanas a Los Chorros corrían peligro, pero nadie hizo algo para que esas familias fueran trasladadas a un sitio seguro.
“A veces me preguntan cuáles son los principales problemas ambientales de Guatemala o problemas de gestión de riesgo y yo siempre digo que son las políticas económicas, porque la pobreza genera vulnerabilidad”, dice Jorge Cabrera, consultor en gestión de riesgo integral.
Quejá fue una finca cafetalera que los colonos compraron y legalizaron hace más de 100 años. Sus vecinos de otras comunidades comparten una historia similar.
Están ubicadas en lo profundo de San Cristóbal Verapaz, en una zona impresionante a la vista, colmada de árboles, con los cielos amplios, un paisaje espectacular, pero vulnerable. Territorios que fueron repartidos entre las familias y que cada una usó a conveniencia. Sin orden.
La municipalidad de San Cristóbal Verapaz creó en 2018 un plan de desarrollo municipal y ordenamiento territorial, que planteaba como escenario mínimo que en 2019 estuviera ya elaborado un reglamento para ordenar el territorio. En 2021, el reglamento aún no existe. El plan quedó estancado en la fase III, que consiste en crear un modelo de desarrollo territorial y directrices generales para la gestión y seguimiento.
El diluvio de Quejá quizás no tenga precedentes, y aunque tampoco es un secreto que la ciencia hace años concluyó que en el mundo se verán cambios agudos en los patrones de lluvias y que se puede esperar que aumenten fenómenos violentos como las tormentas Eta y Iota, los gobiernos parecieran desconocer esa información. “Una de las justificaciones fundamentales de los Planes de Ordenamiento Territorial es que Guatemala está golpeada por esa serie de eventos climáticos que derivan mucho de cambios en los patrones de precipitación con mucha más fuerza”, señala Jean Roch-Labeu, especialista en planificación urbana y exdirector de Ordenamiento Territorial en la Secretaría de Planificación y de Programación de la Presidencia (Segeplan).
Bajo la luz de la ciencia, el escenario más probable es que diluvios como el de Quejá vuelvan a ocurrir, y cada vez con más frecuencia. Las lecciones sobre diluvios y arcas salvavidas parecen claras. La duda está en quién las aprendió y en quién no. En el caso de Quejá, la duda es si el gobierno aprendió la lección o si le importa.
César Fernando Monterroso, coordinador de la carrera de Geología del Centro Universitario del Norte (Cunor), visitó Quejá en marzo de 2021, como integrante del Consejo Científico del Insivumeh que preparó el dictamen de inhabitabilidad del territorio.
En aquel mes, sin lluvia, notó que el terreno “sigue desprendiendo material y actualmente está activo”. Lo más grave, explica, es que las partes que no fueron afectadas inicialmente “ahora están en riesgo”.
En su recorrido descubrió grietas y pequeños deslizamientos dignos de preocupación.
Un mes antes de esta visita científica, German había regresado a la que fuera su casa. La municipalidad había rehabilitado el camino y él informó que iría a ver qué quedaba de su comunidad, aquella en la que el 5 de noviembre había despertado inquieto y que lo asustó cuando al ponerse en pie el agua le cubrió los tobillos.
German volvió con su familia y cuando salió el sol subió a la cima del cerro frente a donde estaba su vivienda. La montaña está partida. “Hay una fractura de más de tres cuerdas, y una separación de 40 centímetros entre dos terrenos”, dice, y también un poquito de deslizamiento”, afirma.
El geólogo y German llegaron a la misma conclusión. Quejá no es un lugar seguro. Ocho días después de permanecer en su vivienda, German siguió el consejo de su padre. “Dios me dio la oportunidad de ver a mis hijos. En caso llueva, a qué horas salgo, mejor me salí”. En la casa aún hay un mueble de madera que habla de la vida que ahí hubo una vez. En el centro del mueble hay una fotografía de German, que posa ante el Monumento a la Paz, en el Palacio Nacional de la Cultura. Hasta marzo de 2020 fue técnico de mantenimiento y electricista en el hotel Barceló. Perdió el empleo por la crisis económica que desató la pandemia de covid-19.
Gregorio Ti Cal, que para salvar su vida el 5 de noviembre tuvo que correr en dirección contraria a donde estaban su esposa embarazada, sus dos hijos y su madre, asumió como presidente del cocode. En Quejá ya no queda nada para él. Su casa, que también era la abarrotería mejor surtida de la aldea, está bajo toneladas de tierra. De la motocicleta Pulsar azul solo queda un pedazo del chasis que encontró tirado. De las siembras que tenían él y sus vecinos en la parte alta del cerro tampoco queda nada, porque lo sembrado irónicamente se convirtió en una cosecha de muerte para la comunidad: todo fue parte del derrumbe.
En Cobán, la cabecera departamental, se abrió una investigación de oficio para explorar posibles responsabilidades por la muerte de 58 personas. La investigación consta de tres folders con declaraciones de los afectados y las actas de defunción de las siete personas cuyos restos fueron rescatados.
El título de uno de los documentos de la investigación es una conclusión: “No es delito”. La auxiliar fiscal, que pidió que no se le identifique con nombre y apellido porque no tiene autorización para dar declaraciones, asegura que el caso quedará archivado. «No hay responsabilidad, no fue un hecho provocado, fue la naturaleza».
Gerardo no quiere morir, pero…
Después del derrumbe, a la gente de Quejá no hay que convencerla del peligro que significa vivir en una ladera que sigue deslizándose.
Yeison Samayoa, director del Insivumeh, asegura que después del derrumbe, la municipalidad les pidió que colocaran la estación meteorológica que habían rechazado. A finales de mayo, San Cristóbal Verapaz seguía sin ella.
La temporada de lluvias de 2021 todavía no lanza alertas, pero a los sobrevivientes de Quejá les preocupa lo que pueda suceder. Quejá parece pueblo fantasma, pero 37 familias habitan de nuevo el caserío. Entre esas familias está la de Gerardo Lem Cal, padre de seis hijos.
Gerardo tiene 52 años, una edad suficiente para haber experimentado de cerca las tragedias cercanas anteriores a la de su aldea. Sabe que, en Quejá, puede repetirse lo que ocurrió durante Eta. Y aun así volvió con su familia. “No podemos pagar un alquiler”, dice.
Además, no quiere ser una molestia para nadie. Dice que no quiere incomodar a los vecinos instalándose en un terreno que no le pertenezca. La resignación camina con botas de hule y un morral que cuelga de sus hombros. Sigue su camino, las nubes tapan el sol y comienza a caer una lluvia fina sobre este cementerio habitado hoy tanto por vivos como por muertos. Lejos de todo y de todos. Lejos, como hace ocho meses, de un gobierno que llegó tarde a todo. De un gobierno al que le tomó siete meses declarar inhabitable un campo de escombros y cuerpos enterrados.
Gerardo y su familia aún no obtienen una respuesta de un gobierno al que pareciera serle indiferente que esta y otras 36 familias tengan tantas opciones de futuro que se han visto obligadas a regresar a vivir a su pasado.
Edición: Ricardo Vaquerano y Enrique Naveda.
Este reportaje se realizó en el marco del Ciclo de Actualización para Periodistas (CAP) sobre emergencias sanitarias y cambio climático.