El Salvador cuenta con un total de 39,796 hectáreas de bosque de mangle y, a pesar de que solo representa el 1.89 % de la superficie del país, este ecosistema costero, además de proveer importantes servicios ecosistémicos, captura anualmente 65,798,625 toneladas de CO2, uno de los gases que producen el efecto invernadero.
A la captura de CO2 que ocurre en estos bosques salados se le conoce como carbono azul, que es el carbono orgánico capturado por los ecosistemas costeros, especialmente a través de los pastos marinos, las marismas y los manglares, estimándose que estos últimos captan hasta dos veces más dióxido de carbono que otros bosques tropicales.
Los manglares son ecosistemas críticos que proveen una serie de bienes y servicios importantes y estratégicos, que representan un sistema esencial para la pesca industrial y artesanal, los medios de vida de las comunidades locales y se comportan como barreras naturales que amortiguan el impacto de inundaciones y tsunamis, previniendo la erosión de las costas. Son refugio para diferentes especies y poseen un enorme potencial para producir y retener carbono azul.
Este aporte de los ecosistemas costeros salvadoreños para mitigar el cambio climático se almacena principalmente en el suelo. De acuerdo con Carlos Rivera, técnico en Biotecnología y Restauración de ecosistemas del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN), es importante hacer notar que en el tema de carbono azul, el bosque salado funciona como una trampa de sedimentos que contiene un historia geológica de cientos a miles de años de crecimiento por adición de materia o acreción. Un estudio reciente, indica incrementos estimados entre 1.2 a 3.4 milímetros por año de acreción en bahía de Jiquilisco, en el departamento de Usulután.
“Una vez estos ecosistemas se degradan o son destruidos, el carbono que durante años estuvo almacenado en ellos se libera y aumenta las concentraciones de CO2 en la atmósfera, que a su vez produce un incremento en el proceso de acidificación en las aguas de los litorales, que afecta directamente a la biodiversidad marina y el bienestar humano”, comenta Rivera.
La bahía de Jiquilisco es donde se conserva la mayor extensión de manglares en El Salvador. En este lugar, los árboles de mangle alcanzan 30 metros de altura y contiene todas las seis especies de mangle reportadas para el país.
“Los bosques salados acumulan grandes reservas de carbono. La estrategia de El Salvador es mitigación basada en adaptación, por lo que el hecho de que mantengamos e incrementemos nuestras reservas de carbono azul en los bosques salados, también contribuye a que el ecosistema mantenga sus importantes servicios ecosistémicos, incluidos aquellos que hacen que las comunidades estén mejor preparadas para adaptarse al cambio climático, como es el caso de su importante papel en la protección de inundaciones y oleajes más frecuentes, así como en la estabilidad costera”, detalla el técnico del MARN.
En este sentido, El Salvador ha desarrollado talleres nacionales y regionales, se han impulsado diversos estudios y se ha trabajado desde el MARN en el tema, con el apoyo y en coordinación con otras instituciones.
En el marco de la implementación de la Estrategia Nacional de Biodiversidad se ha venido apostando a la restauración de los ecosistemas de manglar, aplicando con bastante éxito el enfoque de Restauración Ecológica del Manglar – REM.
Los bosques salados ofrecen bienes y servicios que sustentan los medios de vida y las economías locales; ejemplo de ello es que el sistema de manglares de El Salvador, junto al sistema arrecifal de Los Cóbanos, sustenta la pesca de todo el Pacífico centroamericano, por lo que su conservación, restauración y aprovechamiento sostenible se vuelven trascendentales.
Por / MARN.