
En El Cerrito, un pequeño caserío del cantón El Palón, distrito de Lolotique, San Miguel, las ruedas de los carros ya no se hunden en el lodo como antes. La calle, que durante años fue un camino de abandono y promesas incumplidas, comienza a transformarse gracias al esfuerzo de quienes la caminan cada día: los vecinos, cercanos y lejanos.
La historia no comienza con maquinaria del gobierno ni con anuncios oficiales, sino con un hartazgo silencioso que se convirtió en decisión.
“La calle a quien le sirve es a los que la caminamos”, enfatiza Samuel Rivas, quien lidera los trabajos de reparación de la calle en la comunidad. Cansados de ver cómo las prioridades de la alcaldía nunca incluían arreglar su camino, decidieron organizarse. “A nivel local no se está trabajando, se ve que las prioridades de la municipalidad y el gobierno central, son otras” agrega.

La chispa desde que anima desde lejos.
El impulso llegó desde Estados Unidos. Omar Batres, emigrante salvadoreño y originario de El Cerrito, fue el primero en enviar fondos para arrancar con lo indispensable: cemento, arena y balastro. Su gesto fue la chispa que encendió la maquinaria comunitaria. Después se sumaron otros paisanos y vecinos con más aportes, convencidos de que la unión podía más que la indiferencia de los gobiernos local y central.
La unión hace la fuerza.
Con recursos en mano faltaba lo más importante: el trabajo. Y allí la comunidad no dudó. Hombres, mujeres y jóvenes se turnaron para aportar mano de obra ad honorem, mientras quienes no podían trabajar ofrecieron efectivo para cubrir algunos gastos. Las reuniones previas y hasta transmisiones en vivo sirvieron para informar y motivar a los vecinos. Incluso el cantón vecino, El Jícaro, mandó tres trabajadores diarios en un gesto de solidaridad.
En cada jornada, entre el polvo y el sudor, la comunidad levantó no solo calles, sino también confianza en su propia fuerza.
“Lo valioso para las comunidades es estar organizados” dice Samuel, mientras señala al grupo de jóvenes a quienes les ha tocado trabajar este día.

Cuentas claras, confianza firme.
Los líderes comunitarios anotan en un libro cada centavo recibido y gastado, cada saco de cemento comprado y cada hora de trabajo voluntario. La transparencia se convirtió en garantía: nadie duda del destino de lo aportado. En cada factura y registro se sostiene la confianza de la comunidad.
“Al final cuando terminemos le vamos a informar a la comunidad cuanto hemos gastado y quienes nos han ayudado”, reafirma Mariano, “es importante ser transparentes y honrados”
Primeros logros y nuevas metas.
El primer tramo reparado costó $6,113 solo en materiales. “Era el más dañado, en el que más se atoraban los vehículos y más sufrimiento causaba” menciona Mariano Vásquez, orgulloso del trabajo realizado. Ahora, con el apoyo constante desde Estados Unidos y la persistencia local, se avanza en nuevos tramos que ni siquiera estaban previstos. La obra se ha expandido y ya beneficia no solo a El Cerrito, sino también a comunidades vecinas como El Jícaro, La Caridad y El Güiligüiste.

La ausencia del estado.
La alcaldía apareció tímidamente en el primer tramo, aportando algunos materiales y parte de la mano de obra. Pero pronto se retiró, dejando en claro que la carga principal recaería en la gente. Desde entonces, apenas prestó una máquina de forma temporal. El resto, lo fundamental, vino de las manos callosas de los vecinos y del bolsillo de los migrantes.
Más que una calle, se construye comunidad.
Lo que se construye en El Cerrito no es solo pavimento. Es la certeza de que un pueblo organizado puede mover montañas —o en este caso, transformar caminos— sin esperar favores de quienes gobiernan. Su lema, repetido en cada reunión, resume la lección aprendida: “Comunidad organizada logra logros; comunidad desorganizada no logra nada”.
Por: Ulises Soriano.