Cuando surgió el SARS-CoV-19 y causó el COVID-19 en Wuhan, el reto de China, como el del resto del planeta, no era solucionar un problema de salud, el COVID-19 no lo es debido a que su tasa de letalidad es muy baja (entre el 0,1 y el 4%), sino solucionar un problema sanitario hasta que se consiguiera la vacuna, única solución para neutralizar el virus –los países más importantes del mundo se encuentran en plena lucha por conseguir la vacuna, con China y Estados Unidos a la cabeza–. Porque el verdadero reto de China era evitar el colapso de su sistema sanitario, un sistema que, contrariamente a lo que se pudiera pensar, no era ni es en absoluto robusto. Por poner un ejemplo, Cuba registra ocho doctoras y enfermeras por cada 1.000 habitantes, mientras que China solo posee dos.
Así pues, China tuvo que analizar –en muy poco tiempo, con un elevado nivel de presión y el mundo contemplando– cuáles eran sus fortalezas para detener la expansión del virus. Detener el virus ya no era ni siquiera una cuestión del sistema sanitario, sino de prestigio mundial. Concluyó que solo se podía apoyar en la tecnología que emana de la mayor potencia mundial y en la marcialidad y centralización de las que dispone un régimen autoritario. Lo hizo.
Marcialidad y centralización
El problema, como hemos comentado en las líneas anteriores, no deriva tanto del virus en sí mismo como del colapso del sistema sanitario, colapso que puede llegar a aumentar la letalidad del COVID-19. Pues si bien se estima que la letalidad del virus podría ser inferior a menos del 1% –aunque en China finalmente se situó sobre el 3%–, no es menos cierto que casi un 20% de contagiados requieren una atención médica de diferente intensidad que, de no proporcionársele, podría aumentar considerablemente la tasa de letalidad. Letalidad que no es homogénea y que está relacionada con diversos factores, especialmente, la edad de los contagiados: a mayor edad, mayor letalidad, especialmente por encima de setenta u ochenta años.
En este escenario, China se marcó dos objetivos claros: evitar el colapso del sistema sanitario e impedir la expansión del virus. Para evitar la expansión del virus levantó un hospital en solo diez días y movilizó recursos y personal sanitario al epicentro de la epidemia, Wuhan. Todo el país se puso a trabajar en el asunto.
Para evitar la expansión del virus, cerró, literalmente, durante la segunda quincena de enero la ciudad de Wuhan, una de las cincuenta mayores ciudades del mundo con once millones de habitante, y solo unos días más tarde aisló trece ciudades más, elevando así el cerco a cuarenta millones de personas. Más tarde suspendió todos los eventos relacionados al Año Nuevo Chino y cerró, incluso, la Ciudad Prohibida de Pekín.
China no vaciló. Incluso a mediados de febrero, tanto el alcalde de Shanghai como el jefe del partido comunista de Wuhan fueron reemplazados. No importó que la crisis ni siquiera hubiera concluido.
Tecnología
China, la mayor potencia tecnológica mundial, también se apoyó en la tecnología para impedir la expansión del virus. Para empezar, utilizaron una aplicación para controlar en todo momento a los ciudadanos mediante la telefonía móvil, lo que permitió no solo recluir a los ciudadanos, sino también aislar a cualquier persona que pudiera resultar contagiado o hubiera tenido riesgo de contagio. Una idea que después copiaron los surcoreanos.
El control de los movimientos de los ciudadanos no requiere de gran explicación, pues se basa en la geolocalización, pero la aplicación para avisar a cada ciudadano del riesgo de contagiarse y que pudiera aislarse o fuera aislado por las autoridades fue determinante en la solución de la crisis. La app otorgaba a cada ciudadano un color en función de su riesgo –verde, amarillo o rojo– y si un ciudadano resultaba positivo en un control, automáticamente, todos los que hubieran estado en contacto con el paciente contagiado eran avisados y obligados a recluirse.
Con el fin de detectar lo antes posible los contagios, se hicieron controles masivos de temperatura. Para ello se situaron sistemas automatizados de temperatura en estaciones de transporte público, servicios sociales o aeropuertos, algunos de los cuales podían examinar a 300 personas en un solo minuto. Una vez que un ciudadano era identificado con la temperatura alta, aunque fuera unas pocas décimas, era sometido a una prueba para averiguar si estaba contagiado. Si resultaba positivo, automáticamente era sometido a cuarentena junto a todas aquellas personas que hubieran estado en contacto con él, algo que se sabía gracias a la app que había controlado sus movimientos y los del resto de ciudadanos.
Para evitar el contagio del personal sanitario, uno de los graves problemas del virus, por afectar a la posibilidad de colapso del sistema sanitario –por ejemplo, en España los sanitarios suponían a fecha 22 de marzo el 12% de los contagiados–, China usó robots para la entrega de alimentos, medicinas o material sanitario y la realización de pruebas de detección.
Los drones también fueron usados por China con éxito para diversas funciones, desde el transporte de medicinas hasta la vigilancia de zonas o el control de movimiento de la ciudadanía. Finalmente, la Inteligencia Artificial ha sido otro elemento clave en el control del virus, pues China creó un sistema capaz de identificar con un 96% a pacientes con neumonía. Todo un logro.
En definitiva, China se apoyó en sus fortalezas para convertir una debilidad en una oportunidad, motivo por el que, tras la expansión del virus, su posición en el mundo, lejos de quedar seriamente dañada, ha salido enormemente reforzada. Incluso las críticas a las vulneraciones de derechos que se derivaron de la aplicación de medidas marciales o del apoyo tecnológico –privacidad en la telefonía– han sido casi inexistentes. No parece que Estados Unidos vaya a salir de la crisis en la misma situación. Especialmente, porque China está repartiendo material y apoyando a gran parte de los países afectados, mientras los norteamericanos están manteniendo un política de ‘nosotros, primero’.
El fracaso de Europa
Con varias semanas de ventaja con respecto a la experiencia de China y Corea del Sur, el virus llegó a Europa. Fue el 24 de enero cuando se reportaron los primeros contagios en el Viejo Continente y el 14 de febrero se dio a conocer el que se consideró en ese momento el primer fallecido por coronavirus –oficialmente–, un turista chino en Francia.
Por entonces, los fallecidos ya se situaban en más de 1.500, casi todos en China. Solo unos días después, el 18 de febrero, los muertos se elevaban a 2.000. Ese mismo día, el presidente de China, Xi Jinping, le explica a Boris Johnson cómo las medidas del Gobierno chino para controlar el virus estaban consiguiendo resultados muy positivos. No parece que aquellas palabras quedaran muy grabadas en el mandatario británico, pues hasta el 23 de marzo no ha decretado el confinamiento de los británicos, y ello tras numerosas protestas y presiones.
No solo fueron palabras, el 12 de febrero fueron suspendidos tanto el Gran Premio de Fórmula 1 de China como el Mobile World Congress de Barcelona, este último con grandes reticencias y pesares por parte de las autoridades españolas. Y ello, a pesar de que el 31 de enero se registró el primer caso de coronavirus en España cuando un turista alemán resultó positivo en sus vacaciones en La Gomera (Canarias). Para esas fechas, el virus ya estaba fuera de control en España, como se supo a finales de febrero –26 de febrero–, pues se confirmó que el 13 de febrero había fallecido la primera víctima por coronavirus. Y, por supuesto, en el resto de Europa.
No solo las autoridades europeas no habían tomado grandes medidas, especialmente las españolas y las italianas –Alemania realizó múltiples pruebas, unas 160.000 a la semana, para detectar pronto el virus, lo que rebajó la letalidad–, sino que en general parecieron recurrir más a la competencia y el egoísmo que a la cooperación. Luchas intestinas por conseguir material sanitario, por mutualizar las pérdidas, por el reparto de ayudas o por las soluciones a la crisis.
Todo ello sin ser conscientes de la principal debilidad europea: el desmantelamiento del sistema sanitario público. Las privatizaciones y los negocios del neoliberalismo imperante en Europa, en parte impuesto por Estados Unidos y en parte adoptado con gran gusto, dejaron un tejido sanitario en un estado de tal debilidad que cualquier corriente de aire podría tumbarlo. El COVID-19 ha parecido y parece un huracán devastando una Europa carente en todo momento de capacidad de respuesta, sumida en batallas nacionales y recurrieTodo ello sin ser conscientes de la principal debilidad europea: el desmantelamiento del sistema sanitario público.
Las privatizaciones y los negocios del neoliberalismo imperante en Europa, en parte impuesto por Estados Unidos y en parte adoptado con gran gusto, dejaron un tejido sanitario en un estado de tal debilidad que cualquier corriente de aire podría tumbarlo. El COVID-19 ha parecido y parece un huracán devastando una Europa carente en todo momento de capacidad de respuesta, sumida en batallas nacionales y recurriendo, en ocasiones con obscenidad, a la improvisación.
En España, además, se ha hecho uso de un discurso bélico para esconder que lo que realmente acontece es el colapso de un sistema sanitario expoliado por los dos grandes partidos políticos, socialistas –PSOE– y conservadores –PP–, para beneficio suyo, de las élites y de la corrupción. Eliminación del Estado que no es un episodio insólito en España, aunque sí más acusado que en otros países.
Fue Europa, además, uno de los focos de la gran cantidad de críticas que recibió China por mala gestión o encubrimiento de la crisis, así como carencia de material o sanitarios. Hoy, 23 de marzo, Europa está cerca de triplicar el número de contagiados en China con menos de la mitad de población y no se vislumbra todavía un final.
Por: RT.